Trump y Jerusalén

Trump y Jerusalén

6 years 4 months ago
#10306
I

La noticia ha saltado a los teletipos y, sin duda, no se puede dudar de su trascendencia. El Presidente ha anunciado el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y el previsible traslado de la embajada de los Estados Unidos a esta ciudad.

La reacción internacional ha sido negativa casi de manera unánime. Independientemente de la mayor o menor simpatía que se sienta hacia Israel, lo que sucede no es difícil de entender si se conoce la Historia.

En torno al año 1000 a. de C., el rey David arrebató Jerusalén a los jebuseos y la convirtió en la capital de Israel. Duró poco semejante circunstancia. A la muerte de su hijo Salomón, Israel se dividió en la monarquía norteña de Israel y la sureña de Judá que conservó como capital Jerusalén.
Durante algo más de cuatrocientos años, Jerusalén fue la capital de los judíos, pero en el siglo VI a. de C., la ciudad fue tomada por el rey de Babilonia, su templo fue arrasado y sus habitantes deportados por siete décadas.

Cuando algunos de los judíos regresaron, aquello era ya parte del imperio persa y, con el paréntesis de Herodes el grande, no existió un estado independiente judío sino una mera porción de los imperios grecomacedonio y romano.

En el año 66 d. de C., los nacionalistas judíos se alzaron contra Roma, pero el 70 d. de C., el general romano Tito no dejó piedra sobre piedra del templo de Jerusalén –como había profetizado Jesús décadas antes– y desapareció cualquier vestigio aunque fuera mínimo de estado judío.

Durante casi dos mil años, en Jerusalén se sucedieron el imperio bizantino, los imperios islámicos de omeyas y abasidas y el imperio de los turcos otomanos. Algún judío aparecía por la tierra, pero no pasaba de ser una presencia testimonial que casi no llegaba ni a minoría. La situación comenzó a cambiar a finales del siglo XIX cuando los sionistas decidieron que ya estaban hartos de esperar al Mesías y que iban a establecer por su cuenta un estado judío.

En 1917, el imperio otomano fue derrotado y descuartizado. La zona pasó a manos de Gran Bretaña, pero en 1948, la ONU decidió partir el mandato británico de Palestina en un estado judío y otro, árabe quedando Jerusalén como ciudad internacional.

Los judíos con menor población se llevaron una parte del territorio mayor y más fértil y aceptaron con entusiasmo; los árabes, como era de esperar, no.

Al concluir la guerra en la que Israel se impuso, media ciudad de Jerusalén era judía y la otra seguía en manos de árabes y de pequeñas minorías de cristianos como armenios, griegos y etíopes.

Así siguió la situación hasta que en 1967, Israel realizó un ataque preventivo a Siria, Egipto y Jordania e invadió los altos del Golán, Sinaí, Cisjordania y, por supuesto, la Jerusalén oriental. A partir de ese momento, el problema de la zona fue cómo llegar a un acuerdo que permitiera firmar la paz, que los palestinos tuvieran el estado creado en 1948 y que Israel devolviera, en seguridad, los territorios ocupados. Jerusalén no era todavía capital de Israel.

II

Como señalé en la Primera Parte, la Guerra de 1967 deparó una extraordinaria victoria a Israel, pero también implicó problemas que continúan hasta el día de hoy y de los cuales el menor no es el de los territorios ocupados.
En otra época, Israel se habría anexionado esos territorios sin especiales complicaciones. Tras la Segunda Guerra Mundial y los procesos de Nüremberg, un acto de esas características resulta inaceptable. A decir verdad, la legalidad internacional en bloque apunta a una retirada de los territorios conquistados por Israel.

En ese sentido, se orientó la diplomacia mundial incluida la de los Estados Unidos. Si semejante visión podría o no haber triunfado es algo que nunca sabremos porque en los años 70, el primer ministro israelí Menahem Begin –que contaba con un pavoroso pasado de terrorista– decidió trasladar la capital a Jerusalén. La acción fue rechazada por ir directamente contra el derecho internacional, incluso por los Estados Unidos.

Simplemente, no se podía reconocer una nueva capital en un territorio que estaba parcialmente sujeto a ocupación militar y era objeto de litigio. Así se mantuvo la situación por un par de décadas hasta que a mediados de los años 90, el Congreso estadounidense aprobó una norma que instaba a la Casa Blanca a reconocer Jerusalén como capital del Estado de Israel y a trasladar a esa ciudad la sede de la embajada.

Naturalmente, una cosa es lo que aprobara el legislativo en el que el peso de los lobbies sionistas es inmenso y otra cómo el ejecutivo actuara. Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama optaron por aceptar formalmente la norma legislativa y luego aplazarla de manera indefinida. Mantenían el respaldo de los lobbies sionistas y, a la vez, orillaban los conflictos internacionales derivados de ir más allá de un mero servicio de labios.

Y entonces llegó Donald Trump y decidió afirmar que la capital de Israel es Jerusalén y que la embajada de Estados Unidos va a trasladarse a este enclave. Para algunos, la declaración de Trump constituye una quiebra de la política de los anteriores presidentes. Por supuesto, semejante distanciamiento es visto como muy positivo por el primer ministro israelí Netanyahu, los lobbies sionistas y un porcentaje elevado de los cristianos evangélicos y como muy negativo por los que creen que Estados Unidos debería ser imparcial y ayudar a un final negociado del conflicto, por los palestinos y por las naciones islámicas en general.

No faltan los que consideran que, por añadidura, se trata de una torpeza porque entrega a Israel una pieza clave antes de que se comience la negociación. Mi impresión es que se trata de una jugada de Trump en términos meramente internos. De entrada, Trump ha contentado a los lobbies sionistas y a los votantes evangélicos que lo ven como la gran esperanza frente al desplome moral de Estados Unidos.

Mediante esta jugada, Trump les dice que sí, que tienen razón y que está con ellos de la misma manera que hizo con los exiliados cubanos en la Florida hace unos meses. Sin embargo, igual que sucedió con el tema de Cuba, la sensación es que poco o nada va a cambiar.

El traslado de la embajada a Jerusalén queda suspendido sine die, la solución de los dos estados sigue siendo la preferida y nada impide que Jerusalén sea también, en su zona oriental, la capital palestina. En otras palabras, se cambia lo suficiente para que todo siga igual, incluido el respaldo electoral de ciertos segmentos sociales. Y that´s all, friends.
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